La cura del bienestar

“Estamos intentando preparar una comida que vais a recordar”, comentó el pasado mes de diciembre Gore Verbinski a /Film durante la promoción de La Cura del Bienestar. Una entrevista donde confirmó a La Montaña Mágica, la novela de Thomas Mann, como el más nítido referente de la película, y adelantaba el tema principal de la cinta: una exploración sobre la manera en la que nos autoexculpamos con hipocresía de nuestras faltas más íntimas responsabilizando a la sociedad, como constructo.

Es un mensaje complejo que Verbinski nunca termina de comunicar con la resonancia que apunta. De hecho, tal y como está construida la película, apenas raspa la superficie. Pero se da la circunstancia de que La Cura del Bienestar no es, esencialmente, un examen personal, aunque a veces lo intente. Es una película de misterio que se desarrolla en un lugar tan asombroso como perturbador del que emerge la principal sensación que transmite la película durante gran parte de su metraje: desasosiego, una tan compleja como el tema que nos propone, pero esta vez resuelta con tanta firmeza por parte de su director que casi cancela cualquier déficit en el otro sentido. Y hay que dar gracias a la pericia y al carácter del realizador, porque La Cura del Bienestar es un monstruo de siete cabezas donde entran un montón de muchas cosas, otras no, algunas encajan, otras no. Es un caos. Pero por encima de todo es un enigma de 155 minutos con sobrados argumentos para eliminar cualquier indicio de agotamiento gracias a su sentido de la dosificación y a su portentoso diseño audiovisual. Y dos horas y media de eso no es una comida. Es un banquete.

© 20th Century Fox© 20th Century Fox

Sin embargo, y pasado cierto tiempo ya desde la primera vez que la vi, no dejo de pensar en lo condenadamente cerca que está de ser un glorioso espectáculo vacío porque ocurre que su protagonista tiene una historia, y el lugar donde va tiene una historia, y la propia película tiene una historia, y ninguna de las tres historias terminan de encajar. Por un lado está Lockhart (Dane DeHaan). Ejecutivo en ascenso imparable. Joven. Cruel con sus enemigos. Distante con su familia. Fervoroso de su trabajo. “Moderno”, en una palabra. Por otro está el misterioso balneario de los Alpes donde se ve obligado a viajar para traerse consigo a un superior de su empresa, al que le dan por desaparecido en las instalaciones. Dominado con mano de hierro en guante de terciopelo por el doctor Heinreich Volmer (Jason Isaacs), inventor de un tratamiento aún más misterioso capaz de aliviar cualquier dolencia, incluso la del corazón. El único problema es que nadie ha abandonado nunca ese lugar, curados o no. En su interior, el balneario alberga un Terrible Secreto en el que una joven paciente, Hannah (Mia Goth), es pieza clave.

Ocurre que ni su director ni su guionista, Justin Hayte consiguen combinar con éxito Protagonista, Lugar y Terrible Secreto con éxito a la hora de comunicar la gran idea con la que abriamos este texto. Descontando que hay que aplaudir sus cojones como pianos a la hora de transformar La Montaña Mágica en un cuento de terror — o aprovechar las facetas de terror de la novela de Mann, si sus lectores prefieren verlo así –, existe la constante y desagradable sensación de que estos tres aspectos solo coinciden en momentos puntuales más por la exquisita profesionalidad de sus responsables que de una manera realmente fluida y orgánica. El protagonista de la obra de Mann, Hans Castorp, comienza a cambiar por el mero hecho de pisar un lugar tan ajeno a sus usos y costumbres; un espacio que, en su intimidad, invitaba a la reflexión privada. Aquí, el majestuoso castillo de Hohenzollern, próximo a Stuttgart — una ciudadela levantada, destruida y vuelta a levantar a lo largo de 800 años y el último sitio donde uno podría imaginarse a alguien como Lockhart, cuyo veloz reloj interno, estadounidense, urbano, contemporáneo, debería experimentar algo parecido a un cataclismo al poner pie en un nuevo mundo europeo donde el tiempo (casi literalmente, y Verbinski llama la atención sobre ello) se detiene en seco — apenas hace mella en nuestro protagonista. Podremos hablar del impacto del Terrible Secreto en los comentarios, si preferís, por no destripar nada, pero valga decir que es tres cuartos de lo mismo: la disparatada resolución (también divertidísima, por otro lado, y solo espero que no se os quede la misma cara de tonto que se me quedó a mí) nunca termina de aparecer realmente desde el taciturno viaje personal de nuestro protagonista en el que tanto insiste el principio de la cinta.

En su descargo, La Cura del Bienestar hace esfuerzos para enlazar personaje con mundo a través de imágenes potentes que logran comunicarnos que algo realmente humano comienza a despertar en él, pero por lo general percibo que cruza en muchos momentos la línea entre deliberadamente distanciada e inconscientemente apática por no mencionar que está a punto de irse a Parla para luego volver, perdida como está a punto de acabar entre las tres historias. Amenaza con dar la sensación de que parte de su conjunto está hecho de retales, pertinentes, pero retales al fin y al cabo. Demasiado artificial. Es digno de encomio que Verbinski y Haythe nunca se olviden de ello. Simplemente, y a título muy personal, me parecen poco convincentes: llegan tarde y, sobre todo, se sienten ajenos a una trama con la que nunca se solapan como cabría esperar. Llegué a un punto en el que pensé que Lockhart podría haber carecido de fondo, y el resultado habría sido el mismo. Por decirlo de otro modo, más claro y con una referencia de por medio: no es Shutter Island.

Cualquier problema que tengo acaba aquí, con este poso de descontento. Porque el resto no solo es inmaculado: es sorprendente para los tiempos que corren encontrarse con una producción de este calibre que se atreva a cantar sus incontables influencias con su propia voz. En lo que factor “personalidad” se refiere, tenemos en 2017 una producción de 40 millones de dólares que rivaliza en espíritu con cualquier película de terror de corte independiente y presupuesto exiguo que haya circulado por en los últimos meses — y aquí tiro por ejemplo a La Invitación, It Follows, The Witch o Southbound –, elevada por tratarse de una exhibición de clase. Sus personajes pueden flaquear, pero La Cura del Bienestar no tiene miedo de ser incómoda, de ser extraña, de inquietar con imágenes limpias, en lo que supone el feliz reencuentro en el género de terror entre su director y su DP, Bojan Bazelli, 15 años después de su versión de The Ring.

Y, al contrario que Lockhart, la cámara de ambos parece imbuirse del espíritu del lugar. Pausada cuando debe serlo, prácticamente carente de efectismos durante la mayor parte del metraje, confiada en que su paleta de colores — enormemente plácida, como se supone que debe ser un lugar de retiro — nunca disipará el agobio, fascinada por el agua y sus propiedades — un elemento marca de la casa en la filmografía de su director –, e interesada en cualquier detalle grotesco que va revelando el balneario conforme nuestro protagonista se adentra en sus profundidades. El uso de la verticalidad en las películas de terror es uno de los elementos que más fuerza confieren al género (“el bicho está en el sótano”, como decía la teniente Ripley), pero aquí es una característica que se ve multiplicada por la enorme cantidad de niveles subterráneos que conforman el balneario. La densidad y la coherencia que la película no obtiene de sus protagonistas, la obtiene de su diseño.

Y, en parte, algo, un poco, de Dane DeHaan, de Mia Goth y de Jason Isaacs, tres interpretaciones con un punto en común: el deseo de su director de no dejarles nunca tirados a pesar de las carencias antes mencionadas, dándoles la mano potenciando aspectos puramente emotivos. Verbinski combina así la visceralidad del primero, la frialdad de la segunda, el refocilamiento mwa-hahahaha del tercero — papel este último para el que Isaacs ha nacido, como ya demostró en El Patriota y evidentemente, en Harry Potter, por mucho que servidor eche de menos una vertiente mucho más cálida que demostró en la desgraciadamente fenecida serie Awake — para generar el máximo interés posible en sus personajes a pesar de la ineficaz, ya veces contraproducente, estructura en la que se desenvuelven.

La Cura del Bienestar se merece terminar con una nota feliz, que es la constatación de que pocos directores han sorteado el agotamiento que genera la dirección de superproducciones como Gore Verbinski, que de alguna forma ha conseguido combinar los apelativos “de confianza” e “inclasificable” en torno a su nombre. Incluso con una mano atada a la espalda, Verbinski nos regaló un universo sobrenatural de piratas protagonizado por un personaje icónico gracias a sus extravagancias. Con total libertad nos regaló Rango, la incursión en el teatro del absurdo más costosa de la historia de todas las artes. La que nos ocupa es su versión más austera y pura, una en la que demuestra ser inmune al caos que esconde su película a través de la constante generación de escenas interesantes, y con la suficiente presencia mental como para conseguir que esta enormidad — repito: 155 minutos — nunca se deshilache del todo. Es un contexto que destrozaría a una gran cantidad de directores. No sucede aquí. Primero y simplemente, porque Verbinski es buenísimo. Y segundo y principal: da la sensación de que es aquí cuando realmente está como pez en el agua.

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