Ingrid Goes West

En un momento como el actual donde se premia descaradamente lo frívolo y la falsa imagen de felicidad a través de redes sociales como Instagram, pero también donde eso mismo se critica hasta la saciedad, una película como Ingrid Goes West puede parecer una redundancia, un eco más de una discusión que, aunque sea joven (Instagram surgió en 2010), ya parece eterna.

En su debut en el largo, Matt Spicer decide llevar este tema a un terreno más juguetón, el thriller, y combinarlo a su vez con el rollo cuqui y aparentemente inofensivo de Instagram. Sin parodias, pero sin hacer hincapié en señas estilísticas del género puro. Su protagonista, Aubrey Plaza, musa indie que aquí ejerce además como productora, da vida a Ingrid, una persona que tras superar de mala manera las consecuencias del acoso a una amiga a la que rastrea obsesivamente a través de sus publicaciones, decide empezar su vida desde cero, es decir, con una nueva persona a la que acosar hasta convertirse en parte indispensable de su vida.

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Ingrid es poco más que su propia obsesión, una persona tan absolutamente vacía que apenas deja espacio emocional y reflexivo a la muerte de una madre de la que sólo sabemos que le dejó dinero. Ni una mísera foto en la vida de alguien que inunda su tiempo con las imágenes de desconocidas. Con su montón de dinero emprende una nueva vida de mentira en Los Ángeles. Ingrid se va al oeste a conocer a su futura nueva mejor amiga, una influencer de vida aparentemente idílica y personalidad arrebatadoramente hueca.

Como decía más arriba, Spicer juega este thriller, siempre desde el punto de vista de Ingrid, con un tono aparentemente inocuo. Es a su vez una forma de entrar en la mente de alguien que no asume la gravedad de lo que hace y de reforzar esa insulsez de la red social más influyente en la actualidad. Esta decisión tiene un riesgo, y es que la tensión se disipa en vez de acentuarse. Es una forma de anestesiar una historia del mismo modo en que lo está su protagonista hasta que sus mentiras se tambalean y empieza a verse el final del precipicio.

Spicer prefiere apostar por el retrato emocional de la protagonista más que por acentuar la gravedad de sus acciones. Es posiblemente la forma más inteligente y rica, aunque puede resultar parcialmente aséptica por cuestiones de tono, de abordar un tema sobre el que la película tiene un discurso bastante obvio. Las redes sociales son un potenciador de la falsa imagen social que proyectamos y a la vez un espejo terrible en el que mirarnos. Ingrid es sólo la versión más aberrante de todo eso.

ingrid 2

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El paralelismo con otras historias previas sobre personalidades vampíricas es claro (los relatos de Patricia Highsmith sobre Tom Ripley o títulos como Mujer blanca soltera busca), pero se extiende aquí a un fenómeno que por primera vez es global. Es la democratización de la posibilidad de ser parte de una “élite” de las redes sociales. Una “élite” gregaria, una burbuja de marcadores de tendencias indistinguibles, de autenticidad totalmente prefabricada, el conocido postureo, del que se dan buenas pinceladas a lo largo de la película. Y sobre todo ello sobrevuela una idea de adicción que culmina en la última escena de la película.

Un película obvia en su discurso social, pero derivada de forma inteligente hacia un personaje bien construido y una puesta en escena que van todo el rato de la mano hasta el punto de marcar, de algún modo, la ausencia de una alternativa de vida más sana, quizás la idea más lúgubre de todas.

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