Crítica de El Principito

Crítica de El Principito

el principito

A menudo surge la sensación de que sólo el cine de animación es capaz de captar la esencia que reside en el corazón, la que se estremece, vibra o excita cuando sus sentidos están en completa sincronía. Una de las razones por las que es éste y no el de acción real el que conquista desde la ilusión, reside en el lugar donde sitúa el foco, a ojos de los más pequeños, a quienes todavía no ha infectado el virus del estrés post-vacacional ni la incertidumbre político-económica del país que sufren los adultos -aunque ésta se sustituye, en la mayoría de los casos, por la de su correspondiente posición contractual con la empresa para la que trabaje. Una certeza de la que Mark Osborne ha sacado provecho añadiendo un aliciente; El Principito de Antoine de Saint-Exupéry como parte de una historia nueva, joven, para la que la obra literaria sirve de conducto narrativo y experiencia vital.

La herencia que ha dejado el eminente autor francés ha envejecido de forma soberbia; El Principito ofrece un positivismo que encierra solemnidad en forma de metáfora, que explota a través de una estructura en la que habitan varias lecturas de forma simultánea. Osborne integra la obra con fidelidad como parte de un todo, donde el pequeño príncipe es sólo un recuerdo que el viejo piloto recuperará, en pos de ayudar a una niña con demasiadas exigencias como para disfrutar de una etapa que sólo posee un billete de ida. Porque hay tiempo para todo menos para recuperarlo, y sobre eso invita a reflexionar, sobre observar lo que existe y no esgrimir argumentos para convencerse de que la disciplina sólo puede aplicarse desde la rectitud. Desde los cautelosos movimientos de un principito animado de forma soberbia con la técnica stop-motion, hasta la función que cumple como figura pictórico-literaria, lo que mejor funciona de la cinta es la cantidad de incentivos que coloca encima de la mesa en pos de educar al público más joven desde una plataforma que ha superado al arte de la escritura. Y es que el ejercicio de Osborne no va más allá del homenaje cinematográfico disimulado; desarrolla un pathos irregular con el que trata de ensamblar las dos líneas argumentales y, a su vez, pulsar la tecla de contraste entre la invención renovada y el recuerdo eterno de una piedra angular como es la obra de Saint-Exupéry. Lo que realmente equilibra a la película como un mecanismo que conmueve desde la sensibilidad, es la paleta de colores con la que Osborne ha diseñado a su atemporal protagonista. También los trazos que, aunque encerrados en un estereotipo nada novedoso, disparan al corazón cuando el guión muestra la deshumanización de una fase incorruptible de la vida -la infancia-, resistente a casi cualquier tentativa de la responsabilidad por destruirla. Porque es en ella cuando se crea desde la pureza, transparente por el simple hecho de soñar con inocencia, pasión y disfrutar de cada descubrimiento.

El principito

Se antoja bellísimo y sumamente necesario que, en tiempos donde las herramientas cada vez guardan menos alma y los usuarios -cada vez más jóvenes- quieren centrifugar su niñez-adolescencia hasta que de ella salga un prototipo de adulto válido para el ocio mediatizado hasta el exceso que inunda las calles, se recuperen obras tan sencillas e inspiradoras como El Principito. Quizá, lo que mejor ha entendido Osborne es que no se trataba de simplificar la historia para adornarla con una pátina de infantilidad, sino de hacerla trabajar bajo el espectro de la actualidad, para que todos los que no hayan tenido la oportunidad de leer la obra, al menos, entiendan que lo esencial es invisible a los ojos.

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