Rogue One

Al fin llega a los cines la primera película oficial de Star Wars que no pertenece directamente a la saga canónica (siempre que obviemos las dos TV movies de los 80 que se ambientaron en la luna de Endor, La aventura de los Ewoks y La batalla de Endor). Un “al fin” referido sobre todo a la posibilidad de explorar nuevos personajes e incluso nuevas variaciones de tono y estilo aprovechando que nos alejamos de la línea argumental que vertebra este universo.

Gareth Edwards ha sido el encargado de poner en imágenes este primer anexo escrito por Chris Weitz y retocado por Tony Gilroy en una siempre ingrata labor de solucionador de problemas. La película nos cuenta ese prólogo nunca visto, pero por todos conocido, que precedía la película que inauguró la franquicia, el robo de los planos de la Estrella de la Muerte. Un giro que se permite centrar la mirada en los héroes anónimos de la saga, que trata de poner en relieve que toda aportación a una causa es poca, que nada cambia si la gente se desentiende de aquellos problemas que trascienden al individuo. Una idea que ahonda más en el aspecto político de una saga que siempre ha sido muy esquemática en su conflicto de base, pero que de cuando en cuando se remanga los pantalones para pisar el barro y hablar de las contradicciones inherentes a cualquier movimiento, incluso el más justo y necesario.

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© Walt Disney Company

En ese aspecto la película nos presenta a un grupo de personajes desencantados con su propia lucha y rotos por dentro. Algunos meros supervivientes, otros fanáticos y otros casi convertidos en mercenarios que han olvidado por qué luchaban. Por fin encuentran una misión que dé sentido a tantos años inmersos en el horror de la guerra, una misión capaz de resucitar un concepto que ha sido pilar de la saga y que forma parte del título de la película inmediatamente posterior en la línea temporal de la saga, la esperanza. Pero de forma similar a como ocurría en el Godzilla de Edwards, el conflicto humano, lo puramente emocional, se diluye en el espectáculo puro y duro y en la fascinación por lo grandioso, algo para lo que el director tiene una sensibilidad única pero que, como si se tratase del Dr. Manhattan, le distancia sin darse cuenta de lo que realmente importa de las personas. Lo cuenta y lo entiende, pero no lo siente. Deja en el guión y en la pura habilidad de sus actores la posibilidad de que sus personajes destaquen de algún modo y en pocos casos estos elementos logran una conjunción adecuada (sobre todo los personajes de Mads Mikkelsen y Donnie Yen).

Y es en ese terreno tan difuso y subjetivo, el de las emociones, donde una película que se decanta por una trama de tipo bélico (la clásica misión suicida) donde no encontramos sustituto alguno para el sentido de la aventura y el universo mágico que tan bien plasmaron la trilogía original o J.J. Abrams en el Episodio VII (aunque fuese a base de intuición y pseudoplagio). No es que la película no trate de jugar la baza emocional, de hecho trata de anclarse en ella desde el primer instante con la historia de su protagonista, simplemente no cuaja y se cuenta casi en base de los indispensables puntos de anclaje, más explicados que sentidos. No son pocos los diálogos donde los personajes recitan emociones y pensamientos en vez de plasmarlos de verdad, algo que por momentos nos recuerda a los Episodios I, II y III, aunque afortunadamente fuera del campo de la vergüenza ajena.

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© Walt Disney Company

Por eso quizás el último tercio resulta tan agradecido. Ya que los personajes no te agarran por la patata, que lo haga el despliegue de espectáculo y guiños nostálgicos del clímax (los AT-AT, el interfaz de los Tie-Fighter, la aparición estelar de personajes referenciales…). Un clímax que pone en relieve que, al menos en las películas, a la franquicia le cuesta mucho despegarse de sus greatest hits.

De todos modos hay que reconocer el intento de sumergirse en un universo consolidado cambiando de registro durante buena parte de la película en lo que a puesta en escena se refiere. Edwards planifica y rueda sus escenas con un aspecto mucho más contemporáneo del que la saga se había permitido hasta ahora y Giacchino compone una banda sonora que, aunque personalmente no me ha convencido, procura limitarse a lo imprescindible a la hora de anclar esta película con sus hermanas mayores. Si a Abrams le felicitamos por atinar en el tono a la vez que le tirábamos de las orejas por hacerlo de forma facilona y tramposa, a Edwards habrá que reconocerle el esfuerzo de no tirar por ese camino y arriesgar, dentro de los márgenes que le hayan permitido, en la mirada que proyecta sobre el universo Star Wars.

Mención aparte para el apartado moñeco de la película, probablemente el más claramente criticable, que en vez de esquivar el problema que supone resucitar a los muertos, se lanza de cabeza al dramático uncanny valley que la tecnología sigue sin ser capaz de solucionar. ¿Tan difícil era obviar esos personajes, cambiar de actores o simplemente mencionarlos sin mostrarlos?

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