Elle
Con Elle, Paul Verhoeven da por zanjada una década que describí en su día, y de manera bastante exagerada en perspectiva, como pelín tumultuosa, fruto más bien de mi aprensión ante su ausencia de proyectos que de una verdadera crisis personal del realizador. Dicha crisis la atravesó mucho antes, nada más terminar El Hombre sin Sombra, de la que renegó posteriormente y acabó motivando su salida definitiva de un sistema de estudios norteamericano, que desde el estreno de Showgirls el realizador de Ámsterdam comenzó a contemplar con auténtico escepticismo al constatar que Hollywood había anulado su inmensamente traviesa y perceptiva inteligencia para exigir únicamente de él sus igualmente inmensas habilidades como narrador — ignorando, en un gravísimo acto de ceguera, que fueron precisamente esas facetas las que le convirtieron en uno de los realizadores comerciales más destacados de la década de los ochenta –. Parece que se combinaban todos los ingredientes para que Verhoeven se retirara prematuramente — o, peor aún, iniciara una lenta decadencia marcada por el hastío — hasta que el director decidió recordarnos en 2006 con El libro negro que el verdadero talento rara vez acaba completamente sepultado. El hecho de que, diez años después y sin obras entre medias si descontamos Tricked, su juguetón experimento social de 2012, haya repetido una faena del mismo calibre, es simplemente una constatación de ese hecho.
Elle plantea una pregunta compleja: qué sucede cuando se perpetra un terrible acto de violencia sobre una persona que en el pasado ha sido objeto de un daño aún mayor, agravado por años y años de enquistamiento hasta convertirse en un cáncer que ha ido devorando en silencio tanto a la “víctima” como a la gente que la rodea. Y el uso de las comillas en “víctima” encierra la respuesta a esta pregunta, porque la primera demostración de la extraordinaria percepción de Verhoeven reside en que, por mucho que esta película haya sido descrita como una “comedia sobre la violación” — inexplicablemente, opino, y Verhoeven también — , el director ni frivoliza ni minimiza este acto. Michèle LeBlanc (Isabelle Huppert) ha sido violada y es un trauma. Pero lejos de encerrarse en sí misma, Michèle experimenta un despertar por el que recuerda una infamia de la que fue objeto en su infancia, infamia que construyó su verdadera naturaleza: está en las antípodas de ser una víctima. Michèle LeBlanc fue un superdepredador. Y, en un mundo poblado de depredadores — compañeros de trabajo, familia, amigos –, ella se encuentra en el pináculo de la pirámide, para desdicha de todos.
© SBS Productions
Pero sí: hay humor. Emerge de varias fuentes distintas, pero la más notoria procede del abandono casual con el que los protagonistas de la película se agreden entre sí. El mundo que rodea a Michèle está repleto de matrimonios rotos o disfuncionales, secretos a punta pala, chantajes monetarios, amenazas manifiestas, traiciones sexuales de toda índole, abusos laborales y, ya por rematar la jugada, pequeños toques de integrismo religioso. El caso es que todo ello se enmarca en un universo de gente más cercana a los 60 que a los 50, de clase pudiente, que Verhoeven observa con cierto afecto por la veteranía de sus protagonistas, para los que ninguna ofensa es realmente imperdonable. “Oh, te has follado a mi mujer. En fin, cosas que pasan”. Esta es la vía que Verhoeven emplea para atacar a nuestros sentidos de la moralidad y de la justicia, y cuánto más férreos sean, peor lo vamos a pasar… y el director lo sabe y sonríe, porque suele reservarse para esos momentos una música enormemente melodramática — cortesía de Anne Dudley — para acentuar la sensación de ligereza que desprenden unos momentos que en cualquier otra producción habrían acabado en masacre y aniquilación. En particular, su descripción del personaje más noble de la película está directamente relacionada con ello: el hijo de Michèle es ingenuo, cariñoso y responsable. A los ojos de Verhoeven, está solo un puntito (el puntito justo) por encima de ser un auténtico imbécil. Hay una escala de agresiones en Elle, pequeñas y grandes, puntuadas con música, con un diálogo punzante, con un gesto ofensivo, con una mirada o, en el colmo del sarcasmo, con un conflicto en medio de una tormenta. Pero la mayor agresión de todas apenas se menciona y es ahí donde reside el corazón de Elle. Y es negro como el carbón.
Ya apunté que, en mi opinión, Elle nos cuenta que la violencia se transmite entre generaciones familiares — hay una escena capital a este respecto donde el tema se aborda explícitamente una sola vez — como el impacto de una piedra en un estanque: primero hay una explosión, y después hay ecos que perviven durante décadas. El matiz que plantea Verhoven a esta cuestión reside en que la capacidad para sufrir y ejercer violencia es condición imprescindible para liderar una sociedad despiadada. Conforme pasan los minutos y Michèle, cada vez más conectada con su pasado, va navegando con progresiva seguridad en el laberinto de ratas que es su entorno, descubrimos que Verhoeven parece haber trasladado a nuestro mundo la realidad que describió en Starship Troopers. Una, en palabras de uno de sus protagonistas, donde “la violencia es la autoridad suprema de la que derivan el resto de autoridades”. Reitero que es interpretación mía — el propio Verhoeven manifestó en entrevistas que Elle es una película mucho más abierta de lo que acostumbra a rodar, y no es precisamente un autor distinguido por ponerte todas las cartas sobre la mesa –, pero es una teoría que cada vez me va encajando más y más según la película va distanciándose de la violación con la comienza, de la identidad del violador, y pasa a expandir su foco para describirnos el funcionamiento de una sociedad que funciona a base de dolor.
Independientemente de mi opinión más personal sobre el fondo de la película, hay motivos un poco más evidentes para recomendaros Elle con todo mi curaçao. El primero, casi por descontado, reside en la precisión milimétrica con la que Verhoeven y su guionista, David Birke — a partir del libro de Philippe Djian, disponen los elementos que conforman su película para que juegues con ellos. Dos: la enorme riqueza que esconden cada una de sus escenas y que gana con cada visionado hasta el punto de que, la primera vez, no me habría parecido mal que la película hubiera durado veinte minutos menos. En la segunda, no los habría quitado por nada del mundo: incluso la parte de thriller duro, de importancia relativa, está repleta de pequeños aspectos que potencian el mensaje general de la película. Tercero: es un prodigio de puesta en escena. Verhoeven rueda ahora con dos cámaras juntas — una técnica que, según sus palabras, comenzó a desarrollar en Tricked — que le permite realizar secuencias de cortes entre planos medios y largos de manera imperceptible, y confiere a las secuencias dialogadas un dinamismo espectacular.
Y cuarto, y merecedor de un aparte, que todo lo comentado en estos párrafos depende en su mayor parte de una actriz sobre la que el director impone una de sus cualidades más destacadas y de la que habría que hablar más: en lo que a intérpretes se refiere, Verhoeven es un multiplicador exponencial de talento (es el hombre que casi logra arrancar una interpretación humana de Casper Van Dien). De Huppert, en sí, hay poco que decir: un vistazo a su filmografía habla por sí solo, pero la Huppert de Verhoeven alcanza nuevas cotas por las constantes texturas que el director imprime a su rol, la mayoría de ellas humorísticas y malévolas — como sucediera con Chuache en Desafío Total –, todas humanas, nada restrictivas. Huppert combina su marca de fábrica, el estoicismo, con nuevas profundidades personales, guiadas por el sentido de su director para transmitir mala baba y suspense (Huppert flirtea durante unos instantes con el género de acción), y el resultado es una de las interpretaciones más completas de su carrera.
Es tentador decir que Verhoeven está de vuelta pero viendo los resultados de El libro negro y de esta última película resultaría profundamente injusto sugerir que una vez nos abandonó. Es tentador decir que Elle es una película más refinada, fruto de la experiencia, pero lo cierto es que esconde cargas explosivas que resistirían comparación con algunos de sus momentos más violentos de su filmografía. Lo que se puede decir a buen seguro es que ahora mismo, Verhoeven opera perfectamente a tres niveles: sin restricción alguna, con pleno conocimiento y dominio de los matices que distinguen particularmente a sus películas, y con sus capacidades narrativas en la cima de sus superpoderes. Es un hecho que me sorprende tras tanto tiempo de inactividad, pero ni mucho menos me sorprende tanto como la insultante facilidad con la que, el que fuera uno de mis directores favoritos y que acabó un poquito en mi olvido por su falta de trabajo, ha reclamado esta posición en mi memoria.
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