El escándalo Ted Kennedy (Chappaquiddick)

Voy a usar el título en inglés en esta ocasión porque me parece incongruente describir una película con la palabra escándalo cuando Chappaquiddick gira en torno al hecho de que, en esa historia, no hubo “escándalo” en absoluto. Mary Jo Kopechne murió, hubo un comunicado, y dejó de importarle a nadie por dos motivos: el conductor del coche en el que viajaba la estratega política era Ted Kennedy y Estados Unidos no estaba preparado para aguantar más sangre relacionada con la Primera Familia del país, y la Humanidad estaba pisando la Luna. Tan simple como eso.

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O no tan simple. Chappaquiddick es una reconstrucción inacabada de los hechos por la que señala a Kennedy como posible culpable de negligencia al volante y culpable seguro de impedir la ayuda a una accidentada. Pero también es un viaje de descubrimiento personal: un intento de dilucidar quién demonios era Ted Kennedy y hasta qué punto se encontraba en control — de sí mismo, de su pasado, de su herencia, de su futuro — en el momento del suceeso. Y no es fácil simultánear dos líneas narrativas que son, esencialmente, puzzles sin completar. Es una película que habla de exenciones de responsabilidad, del peso de la historia y de la conciencia de los individuos o de la ausencia de ella. Y lo hace con una contención admirable.

John Curran es un cinesta superinteresante que eleva siempre el material con el que trabaja. El Velo Pintado podría haber sido un almidonado ejemplo de cine decimonónico que acaba siendo un extraordinario estudio sobre el deber. Un thriller erótico-carcelario como Stone se convierte en un examen sobre deseo y la compasión. En Chappaquiddick vuelve a apostar por un enfoque profundamente moral. Mary Jo Kopechne no debería haber muerto. Fue una víctima del erratismo de un hombre para el que la carretera es lo último que importa cuando se ofrece a acompañarla. En su cabeza solo existe un apellido y una bandera. Va a ser candidato presidencial. No quiere ser candidato presidencial. Es un hombre que se siente “construido” por un montón de pequeñas piezas que nunca eligió. Su nombre, su familia, sus hermanos, sus votantes. América.

Jason Clarke está formidable sin paliativos en un papel de máxima exigencia, una que nunca le permite exhibir su personalidad, porque es muy posible que no la tenga. “No voy a ser presidente”, dice Kennedy en sus primeras palabras tras el suceso. ¿Fue un acto consciente? ¿Un asesinato? ¿Lo hizo para destruir conscientemente su carrera política? Cuando llama a la familia de Kopechne y rompe en lágrimas, ¿está llorando? ¿está intentando llorar? ¿llora porque se supone que es lo que hay que hacer?

Mal manejado, podría haber quedado como un retrato indefinido, pero Clarke, con su rostro pétreo y su mirada vacía, y Curran y sus guionistas Taylor Allen y Andrew Logan son tan perceptivos, tan conscientes de la realidad de lo que supone ser un Kennedy en los Estados Unidos de julio de 1969, que pueden permitirse el lujo de combinar frialdad y comprensión sobre nuestro protagonista para describirnos un conflicto rara vez visto en el cine americano de un tiempo a esta parte: el nacimiento de una conciencia.

Tan claros sus cimientos como sus pivotes. Un reparto uniformemente a la altura. Ed Helms — este último a destacar por encima de todos, en una interpretación a corazón abierto como Pepito Grillo, Clancy Brown como la monolítica representación del establishment, Bruce Dern como el patriarca de los Kennedy, destruido físicamente y convertido en un pozo de crueldad, y Kate Mara, en una breve aparición, descrita como una mujer, inteligente, cauta, escéptica ante el espectáculo de poder que gira a su alrededor esa fatítica noche, y que simplemente no mereció morir en Chapaquiddick ni mucho menos ser despedida sin interés por una manipulada opinión pública norteamericana, introducida en la fosa como nota al pie de un evento como fue la llegada al satélite y enterrada por un apellido antaño primoroso, ahora en trayectoria decadente.

Y poco más que añadir, la verdad. Espléndida pequeña película. Adulta. Matizada. Bastante devastadora según la vas dejando cocer. Lo que sucedió a continuación está al alcance de un clic en Wikipedia. Curran y su equipo prefieren concentrarse en tres días en los que un político profesional e individuo amateur sufrió una punzada moral. Una que ocurre a la sombra de un imperio familiar en demolición, al que podría haber propinado el golpe de gracia. Chappaquiddick es, por encima de todo, una reivindicación de Mary Jo Kopechne y de la conciencia en ciernes de Ted Kennedy como dos víctimas de las circunstancias. Pero solo la primera, razona la película, merece verdadero respeto.

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